::Este texto lo redactó María Prieto durante el MediaWorkShop08, dentro del ejercicio de redacción de un artículo de reporterismo social a partir de la visita a un hospital donde prestan ayuda un grupo de voluntarios de la ONG Solidarios.::
En el hospital Ramón y Cajal unas once asociaciones y ONGs realizan una labor de apoyo al enfermo y sus acompañantes. Voluntarios que ofrecen su tiempo con talleres, actividades y compañía para mejorar la calidad de la estancia de todos ellos.
Mónica está en la planta undécima, la de trasplantes. Una sala aséptica a la que hay que pasar con los pies cubiertos por unos patucos que en la puerta de entrada se toman de una cubeta. Todo está mecanizado allí, las paredes blancas inmaculadas, el suelo impecable y a la derecha de una sala de recepción una puerta de acero con ventanillas. Mónica la abre y sale de allí con mascarilla. Isabel, la enfermera le acaba de comunicar que han llegado tres voluntarias de una asociación que ofrece compañía en su estancia y que vienen a ver a Miriam, su hija.
La mascarilla que cubre su cara centra la vista en su mirada perdida. Mónica está agotada, se retira la mascarilla, las mira fijamente. “Venimos a ver a tu hija y charlar con ella y contigo”. Mónica las mira con lo ojos muy abiertos, “pero si yo no pedí esta asistencia, no entiendo porqué tenéis que ver a mi hija… está en una sala aislada esperando que la llamen en esta semana para un trasplante de leucemia”. Tres chicas de unos treinta años le sonríen y la miran con ternura. Con sus bolsos al hombro parecen que acaban de salir de sus trabajos.
Ellas le cuentan que su labor es ver a su hija, acompañarlas, charlar con ellas, pero que no es obligatorio, tan sólo lo que ella considere. “Pero es que no entiendo qué sentido tiene que tres desconocidas como vosotras entren a ver a mi hija, una niña de seis años que está en la cama rodeada de tubos, en una sala aislada a la que hay que pasar con mascarilla y a la que ni siquiera dejan pasar a su padre cuando viene en horas fuera de visita”. Mientras les comenta esto las hace pasar a una salita contigua, las invita a sentarse y dirigiéndose a las tres les pregunta: “Y, ¿quién os ha dado el nombre de mi hija?”.
Las voluntarias le explican que son registros internos que no hay ningún tablón con nombres. “Es que me resulta muy extraño que desde que estamos aquí en el hospital se nos han acercado varias asociaciones, entre ellas la asociación contra el Cáncer y no sé cómo han tenido conocimiento de mi hija. Venían miembros de la asociación que en su familia ha habido casos de cáncer y me lo contaban con esperanza y ofreciéndome consuelo; yo ya estoy viviéndolo de cerca y aunque agradezco la intención, sólo busco poder estar con buena cara para mi hija y no llorar con ella y sonreírle lo más posible”.
Las voluntarias la escuchan, tratan de darle consuelo, pero no saben muy bien cómo, le preguntan que cómo se encuentra ella. Mónica se frota los ojos como buscando unas lágrimas que ya están secas. “Estoy esperanzada y al tiempo veo que apenas puedo hacer nada, tan sólo darle mi amor, mucho amor, no sé de medicina y es lo único que puedo darle a mi hija mi amor”.
Les cuenta que están en el hospital desde enero, con muchas idas y venidas, hasta que concretaron que lo que padece Miriam es leucemia y que necesita un trasplante de médula, “hasta hace muy poco no pude decir –mi hija tiene cáncer”. De nuevo se frota sus secos ojos. “He tenido que atender a algunas asociaciones que venían a ofrecer su ayuda, pero yo no quiero que mi hija vea tantos extraños, incluso hemos dicho a los amigos y a algunos familiares que por favor no vengan al hospital”. Se detiene y tras inspirar continúa: “yo soy hija única y mis padres siempre han estado ahí, yo siempre supe que los quería, lo que no sabía hasta ahora es cuanto, lo mismo me ha pasado con mis hijos, tengo a Miriam y un niño, mayor que ella, y aunque sabes lo que los quieres no te das cuenta de la dimensión de lo que sientes hasta momentos como estos”.
Las voluntarias le preguntan que tal está la niña y Mónica describe los meses de malestar de Miriam, la quimioterapia, “hay días que vomita, otros que tiene unos terribles dolores de cabeza, a veces está mejor y hasta juega… toda la familia está volcada, su hermano viene a veces a darle la cena y ella disfruta mucho, aunque llora bastante cuando ve que se tiene que marchar, ahora está ahí dentro su madrina dándole la merienda”.
Interrumpe su discurso y tras dejar la mirada en el infinito por unos instantes, se dirige de nuevo a las voluntarias y les insiste en que no entiende que sentido tiene que vean a su hija tres desconocidas, “es una niña de seis años que está todo el día rodeada de médicos y enfermeras, de desconocidos, y algunos familiares tienen que verla a través de unas ventanillas de la pared y no sé qué gana ella viendo la cara de tres personas asomadas por esas ventanillas, personas ajenas a su ámbito habitual”.
Muchas son las asociaciones que han llegado hasta ella y que les han ofrecido su tiempo. Mónica sólo busca la intimidad, sólo quiere que Miriam no sienta más extraños a su alrededor de los que ya tiene desde hace siete meses. Sigue frotando sus ojos como si no detuviesen el llanto, pero ya no le quedan lágrimas. Mónica alza la mirada y se levanta precipitadamente, acaba de ver a Isabel, la enfermera, que le hace una discreta seña, “mi hija me reclama, gracias de todas formas”. Las voluntarias se despiden y emprenden camino a otra planta.
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