viernes, 25 de julio de 2008

"Pasar a mejor vida"


::Este artículo de Lucía Benitez, alumna del MediaWorkShop08, es resultado del ejercicio de reporterismo social propuesto en el taller a partir de la visita a un hospital en el que colaboran un grupo de voluntarios y voluntarias. La foto también fue tomada por Lucía::


Soledad. Soledad recibe como si estuviera en su casa, acogedora y hospitalaria, encantada de ver su cama rodeada de gente. Por prudencia, esperé en el pasillo para que no pareciera una invasión, pero su voz infantil me llamaba a la puerta cuando escuché “mi madre, con el dinero que le saca al viejete, me ha comprado dos faldas, dos camisetas y hasta bragas”. Está orgullosa de haberla recuperado: “en un mes, ha venido a verme cuatro veces, y me he pasado años sin que quisiera saber nada de mí. Esta mañana me ha traído jamón y embutido”. Cogió una bolsa de entre el desorden de la mesa para mostrarla como una prueba.

Agradecí que confesara sus treinta y siete años porque me costaba poner en pie su historia y calcular cuándo fue aquel día en que, a los quince, dejó el piso de su familia en Parla y se fue con su novio a vivir a San Blas. Ahora, cuando dice que es de Parla, está borrando los años de sábanas de cartón y de olvido, de no tener a dónde ir cuando se gastó el amor o, como dice ella, decidieron dejarlo. Su vida de pareja sería a finales de los ochenta y poco después le esperaban los cajeros y los portales de San Blas cada noche.
Ahora, entre las sábanas blancas y bien planchadas que le cambian a diario, con el pelo brillante y tan peinado, se le escurrió por la almohada un coletero coqueto que se colocó por la mañana. Moja las galletas en el café, un sucedáneo descafeinado que colorea la leche. Come sin hambre, lentamente, no sé si porque recordó que con la boca llena no se habla o porque su historia necesita de todos sus sentidos.

“El viejete. Sí, dice el viejete pero él tiene sesenta y dos años y mi madre, sesenta”. Margarita le interrumpe para que cuente de sus habilidades y nos enseña sus brazos regordetes enfundados en pulseras de cuentas y crucifijos que se ha hecho ella misma en los talleres de terapia ocupacional. Satisfecha de su habilidad, gira el brazo y sólo entonces veo la huella innegable de por qué ahora merece atención, asistencia y una vida digna. Es una mancha oscura, una úlcera ennegrecida que ha sido el principio del fin. Si fuera hace cinco años, en 2003, a Soledad le faltaría sólo uno para cumplir las estadísticas: el sesenta por ciento de las personas VIH moría a los treinta y ocho años. La media ha subido ya hasta los cuarenta y dos y es para bien: la calidad vida ha mejorado y tiene sentido los años extra que les ha regalado la investigación.

Una calidad y unas atenciones que no conoció hasta los primeros síntomas, todavía en los días de San Blas. Pero, aunque repite que es de Parla, recuerda como un lujo el menú de tres primeros, tres segundos y tres postres del Ramón y Cajal. Allí iba porque era el hospital de San Blas y la comida era “buenísima”, tanto que en su conversación no hay un solo recuerdo de cuando comer era el principio del hambre, de la búsqueda entre basuras de restaurantes y de horas detrás de una caja con alguna moneda.

Una puerta más allá del servicio de enfermedades contagiosas en el Carlos III, hay dos enfermos del pasado. Son dos hombres de edad incalculable con varias vías abiertas en el cuello, en las únicas venas que a estas alturas se pueden pinchar y de las que asoman tubos de plástico recubiertos de esparadrapo. En el de Paco hay escrito un número que recuerda los campos de exterminio: hay tan poca piel alrededor de sus huesos y tan escasa energía en sus brazos que no le permite abrir a la primera el paquete de galletas. Menos mal que para el postre de la merienda, un vasito con un cóctel de antirretrovirales, sólo tiene que abrir la boca.

Los dos hombres traspuestos en la hora de la siesta no salen de sí mismos cuando Margarita, la voluntaria de Solidarios, les pregunta cómo se encuentran, si está buena la merienda o qué ocurrió desde la última visita. Los días son iguales y sus bocas secas no están para muchas palabras ni siquiera después del aquarius. “Qué lástima. Ahora estoy enfermo” fue la frase final de Paco que nos miraba con sus ojos hundidos en las cuencas; la mascarilla del oxígeno le tapaba la oreja derecha como un esperpento más en su cara.

En cambio, en la habitación de Soledad todo parece distinto. Cuando esperaba ante la puerta cerrada, robé una foto a través del cristal. Al fondo, en la otra cama está Ester, una chica nigeriana de la que me hubiera gustado conocer su vida, si se infectó aquí en España o en el largo camino hacia la tierra de los ricos. Todo eso no parece que le importe mucho, absorta como está en la telenovela con que en la siesta desde la pantalla reparten sueños a quienes no están ni para inventarlos. No quiere hablar y por eso Soledad ha conseguido público extra, muchos oídos para que cuente su verdadera novela de la que se ha hecho protagonista con la paradoja de que ha pasado a mejor vida.
Soledad tiene diez años por delante; ha tenido la suerte de que la enfermedad le dé la cara ahora que se conoce cómo retrasar la inmunodeficiencia. Los periodos de tratamiento con antirretrovirales, un par de meses alternos, evitan el contagio de las enfermedades oportunistas mientras se convierte en una fuente de atención para los pacientes que salen de los abandonos callejeros. En muchos casos, como el de Soledad, gozan durante unas semanas de una atención y unos cuidados que no estaban previstos en su currículum.

Soledad, Paco o Ester, que sólo abrió la boca para una blanca sonrisa de despedida, como mucho cuentan su vida pero poco, muy poco, de sus impresiones y sentimientos. Un centro especializado como la unidad de infecciosos del Carlos III es el mejor lugar para tratar de entender, aunque sea con prisas y ambigüedades, situaciones que no nos harían volver la cara en cualquier calle céntrica. En su cama hospitalaria, limpios y aseados, aprovechan antes de regresar al banco de una plaza o incluso a casa de mamá, como Soledad, que ha convertido la desgracia en una suerte.

El avance médico ha alejado de la calle una realidad que se entendía más próxima y peligrosa hasta hace una década, cuando la muerte rondaba poco después del diagnóstico. En estos momentos la percepción del peligro de contraer la enfermedad ha bajado y las estadísticas hablan del aumento de actitudes de riesgo entre los jóvenes españoles que se aventuran en sus relaciones sexuales sin tomar precauciones. La ONG Global Sida mantiene que la tendencia obliga a revisar las estrategias y mejorar la vigilancia.

Yovana, una peruana que lleva pocos días conviviendo con la noticia de su infección, nos lo había dicho al marcharnos: “Cuidaos y protegeos… Las apariencias engañan”

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