Han sido 5 días intensos de escuchar, compartir y trabajar una forma distinta de contar historias de interés periodístico.
Cada mañana, conociendo de primera mano los entresijos del periodismo -social o no- a partir de cuatro miradas distintas: la del reportero de TVE Xaquín López, la del corresponsal de guerra y blóguer Hernán Zin, la del profesor y presidente de honor de Solidarios José Carlos Fajardo y la del redactor jefe de la sección de sociedad de El País, Ricardo Querol.
El último día la mesa redonda reunió a Olga Berrios periodista y blóguer, explicó su trabajo a través de La Broma, Daniel Aparicio mostró el trabajo educativo de la asociación Aire Comunicación y nosotros mismos contamos ekoos.org, el proyecto de Fundación Chandra dirigido a periodistas interesados en escribir sobre temas sociales.
Y cada día, a partir de las 12:00 pm, tocaba "meterse en harina" de la mano de Mario Diament y Mercedes Vigón, periodistas y profesores del International Media Center de la Universidad Internacional de Florida. Nos hablaron del por qué del periodismo social, cómo meternos en la historia, cómo contar con nuestra propia voz y reflejando la del "otro", que es la que realmente nos traslada a esa realidad desconocida, verdadero objeto del periodismo social. Con sus orientaciones, consejos y aportaciones, los participantes redactaron sus propios trabajos periodísticos. El último día, los que quisieron, compartieron sus escritos con el resto para escuchar sus opiniones y discutir lo que funcionaba y lo que no terminaba de funcionar (en este blog están publicados los textos de María y de Lucía, dos de las alumnas del taller).
Para nosotros Fundación Chandra y Solidarios, como entidades organizadoras, termina casi 5 meses de trabajo de preparación del taller. Una vez superados los nervios, los cambios de última hora, los inevitables fallos de la tecnología en el momento más inoportuno, puedo asegurar que ha merecido la pena. Nosotros también hemos aprendido y hemos podido tomar nota de cosas a mejorar en próximas ediciones (que trabajaremos por hacer posible de nuevo).
¡Os esperamos el año que viene!
lunes, 28 de julio de 2008
viernes, 25 de julio de 2008
"Pasar a mejor vida"
::Este artículo de Lucía Benitez, alumna del MediaWorkShop08, es resultado del ejercicio de reporterismo social propuesto en el taller a partir de la visita a un hospital en el que colaboran un grupo de voluntarios y voluntarias. La foto también fue tomada por Lucía::
Soledad. Soledad recibe como si estuviera en su casa, acogedora y hospitalaria, encantada de ver su cama rodeada de gente. Por prudencia, esperé en el pasillo para que no pareciera una invasión, pero su voz infantil me llamaba a la puerta cuando escuché “mi madre, con el dinero que le saca al viejete, me ha comprado dos faldas, dos camisetas y hasta bragas”. Está orgullosa de haberla recuperado: “en un mes, ha venido a verme cuatro veces, y me he pasado años sin que quisiera saber nada de mí. Esta mañana me ha traído jamón y embutido”. Cogió una bolsa de entre el desorden de la mesa para mostrarla como una prueba.
Agradecí que confesara sus treinta y siete años porque me costaba poner en pie su historia y calcular cuándo fue aquel día en que, a los quince, dejó el piso de su familia en Parla y se fue con su novio a vivir a San Blas. Ahora, cuando dice que es de Parla, está borrando los años de sábanas de cartón y de olvido, de no tener a dónde ir cuando se gastó el amor o, como dice ella, decidieron dejarlo. Su vida de pareja sería a finales de los ochenta y poco después le esperaban los cajeros y los portales de San Blas cada noche.
Ahora, entre las sábanas blancas y bien planchadas que le cambian a diario, con el pelo brillante y tan peinado, se le escurrió por la almohada un coletero coqueto que se colocó por la mañana. Moja las galletas en el café, un sucedáneo descafeinado que colorea la leche. Come sin hambre, lentamente, no sé si porque recordó que con la boca llena no se habla o porque su historia necesita de todos sus sentidos.
“El viejete. Sí, dice el viejete pero él tiene sesenta y dos años y mi madre, sesenta”. Margarita le interrumpe para que cuente de sus habilidades y nos enseña sus brazos regordetes enfundados en pulseras de cuentas y crucifijos que se ha hecho ella misma en los talleres de terapia ocupacional. Satisfecha de su habilidad, gira el brazo y sólo entonces veo la huella innegable de por qué ahora merece atención, asistencia y una vida digna. Es una mancha oscura, una úlcera ennegrecida que ha sido el principio del fin. Si fuera hace cinco años, en 2003, a Soledad le faltaría sólo uno para cumplir las estadísticas: el sesenta por ciento de las personas VIH moría a los treinta y ocho años. La media ha subido ya hasta los cuarenta y dos y es para bien: la calidad vida ha mejorado y tiene sentido los años extra que les ha regalado la investigación.
Una calidad y unas atenciones que no conoció hasta los primeros síntomas, todavía en los días de San Blas. Pero, aunque repite que es de Parla, recuerda como un lujo el menú de tres primeros, tres segundos y tres postres del Ramón y Cajal. Allí iba porque era el hospital de San Blas y la comida era “buenísima”, tanto que en su conversación no hay un solo recuerdo de cuando comer era el principio del hambre, de la búsqueda entre basuras de restaurantes y de horas detrás de una caja con alguna moneda.
Una puerta más allá del servicio de enfermedades contagiosas en el Carlos III, hay dos enfermos del pasado. Son dos hombres de edad incalculable con varias vías abiertas en el cuello, en las únicas venas que a estas alturas se pueden pinchar y de las que asoman tubos de plástico recubiertos de esparadrapo. En el de Paco hay escrito un número que recuerda los campos de exterminio: hay tan poca piel alrededor de sus huesos y tan escasa energía en sus brazos que no le permite abrir a la primera el paquete de galletas. Menos mal que para el postre de la merienda, un vasito con un cóctel de antirretrovirales, sólo tiene que abrir la boca.
Los dos hombres traspuestos en la hora de la siesta no salen de sí mismos cuando Margarita, la voluntaria de Solidarios, les pregunta cómo se encuentran, si está buena la merienda o qué ocurrió desde la última visita. Los días son iguales y sus bocas secas no están para muchas palabras ni siquiera después del aquarius. “Qué lástima. Ahora estoy enfermo” fue la frase final de Paco que nos miraba con sus ojos hundidos en las cuencas; la mascarilla del oxígeno le tapaba la oreja derecha como un esperpento más en su cara.
En cambio, en la habitación de Soledad todo parece distinto. Cuando esperaba ante la puerta cerrada, robé una foto a través del cristal. Al fondo, en la otra cama está Ester, una chica nigeriana de la que me hubiera gustado conocer su vida, si se infectó aquí en España o en el largo camino hacia la tierra de los ricos. Todo eso no parece que le importe mucho, absorta como está en la telenovela con que en la siesta desde la pantalla reparten sueños a quienes no están ni para inventarlos. No quiere hablar y por eso Soledad ha conseguido público extra, muchos oídos para que cuente su verdadera novela de la que se ha hecho protagonista con la paradoja de que ha pasado a mejor vida.
Soledad tiene diez años por delante; ha tenido la suerte de que la enfermedad le dé la cara ahora que se conoce cómo retrasar la inmunodeficiencia. Los periodos de tratamiento con antirretrovirales, un par de meses alternos, evitan el contagio de las enfermedades oportunistas mientras se convierte en una fuente de atención para los pacientes que salen de los abandonos callejeros. En muchos casos, como el de Soledad, gozan durante unas semanas de una atención y unos cuidados que no estaban previstos en su currículum.
Soledad, Paco o Ester, que sólo abrió la boca para una blanca sonrisa de despedida, como mucho cuentan su vida pero poco, muy poco, de sus impresiones y sentimientos. Un centro especializado como la unidad de infecciosos del Carlos III es el mejor lugar para tratar de entender, aunque sea con prisas y ambigüedades, situaciones que no nos harían volver la cara en cualquier calle céntrica. En su cama hospitalaria, limpios y aseados, aprovechan antes de regresar al banco de una plaza o incluso a casa de mamá, como Soledad, que ha convertido la desgracia en una suerte.
El avance médico ha alejado de la calle una realidad que se entendía más próxima y peligrosa hasta hace una década, cuando la muerte rondaba poco después del diagnóstico. En estos momentos la percepción del peligro de contraer la enfermedad ha bajado y las estadísticas hablan del aumento de actitudes de riesgo entre los jóvenes españoles que se aventuran en sus relaciones sexuales sin tomar precauciones. La ONG Global Sida mantiene que la tendencia obliga a revisar las estrategias y mejorar la vigilancia.
Yovana, una peruana que lleva pocos días conviviendo con la noticia de su infección, nos lo había dicho al marcharnos: “Cuidaos y protegeos… Las apariencias engañan”
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jueves, 24 de julio de 2008
¿Quién os ha dado el nombre de mi hija?
::Este texto lo redactó María Prieto durante el MediaWorkShop08, dentro del ejercicio de redacción de un artículo de reporterismo social a partir de la visita a un hospital donde prestan ayuda un grupo de voluntarios de la ONG Solidarios.::
En el hospital Ramón y Cajal unas once asociaciones y ONGs realizan una labor de apoyo al enfermo y sus acompañantes. Voluntarios que ofrecen su tiempo con talleres, actividades y compañía para mejorar la calidad de la estancia de todos ellos.
Mónica está en la planta undécima, la de trasplantes. Una sala aséptica a la que hay que pasar con los pies cubiertos por unos patucos que en la puerta de entrada se toman de una cubeta. Todo está mecanizado allí, las paredes blancas inmaculadas, el suelo impecable y a la derecha de una sala de recepción una puerta de acero con ventanillas. Mónica la abre y sale de allí con mascarilla. Isabel, la enfermera le acaba de comunicar que han llegado tres voluntarias de una asociación que ofrece compañía en su estancia y que vienen a ver a Miriam, su hija.
La mascarilla que cubre su cara centra la vista en su mirada perdida. Mónica está agotada, se retira la mascarilla, las mira fijamente. “Venimos a ver a tu hija y charlar con ella y contigo”. Mónica las mira con lo ojos muy abiertos, “pero si yo no pedí esta asistencia, no entiendo porqué tenéis que ver a mi hija… está en una sala aislada esperando que la llamen en esta semana para un trasplante de leucemia”. Tres chicas de unos treinta años le sonríen y la miran con ternura. Con sus bolsos al hombro parecen que acaban de salir de sus trabajos.
Ellas le cuentan que su labor es ver a su hija, acompañarlas, charlar con ellas, pero que no es obligatorio, tan sólo lo que ella considere. “Pero es que no entiendo qué sentido tiene que tres desconocidas como vosotras entren a ver a mi hija, una niña de seis años que está en la cama rodeada de tubos, en una sala aislada a la que hay que pasar con mascarilla y a la que ni siquiera dejan pasar a su padre cuando viene en horas fuera de visita”. Mientras les comenta esto las hace pasar a una salita contigua, las invita a sentarse y dirigiéndose a las tres les pregunta: “Y, ¿quién os ha dado el nombre de mi hija?”.
Las voluntarias le explican que son registros internos que no hay ningún tablón con nombres. “Es que me resulta muy extraño que desde que estamos aquí en el hospital se nos han acercado varias asociaciones, entre ellas la asociación contra el Cáncer y no sé cómo han tenido conocimiento de mi hija. Venían miembros de la asociación que en su familia ha habido casos de cáncer y me lo contaban con esperanza y ofreciéndome consuelo; yo ya estoy viviéndolo de cerca y aunque agradezco la intención, sólo busco poder estar con buena cara para mi hija y no llorar con ella y sonreírle lo más posible”.
Las voluntarias la escuchan, tratan de darle consuelo, pero no saben muy bien cómo, le preguntan que cómo se encuentra ella. Mónica se frota los ojos como buscando unas lágrimas que ya están secas. “Estoy esperanzada y al tiempo veo que apenas puedo hacer nada, tan sólo darle mi amor, mucho amor, no sé de medicina y es lo único que puedo darle a mi hija mi amor”.
Les cuenta que están en el hospital desde enero, con muchas idas y venidas, hasta que concretaron que lo que padece Miriam es leucemia y que necesita un trasplante de médula, “hasta hace muy poco no pude decir –mi hija tiene cáncer”. De nuevo se frota sus secos ojos. “He tenido que atender a algunas asociaciones que venían a ofrecer su ayuda, pero yo no quiero que mi hija vea tantos extraños, incluso hemos dicho a los amigos y a algunos familiares que por favor no vengan al hospital”. Se detiene y tras inspirar continúa: “yo soy hija única y mis padres siempre han estado ahí, yo siempre supe que los quería, lo que no sabía hasta ahora es cuanto, lo mismo me ha pasado con mis hijos, tengo a Miriam y un niño, mayor que ella, y aunque sabes lo que los quieres no te das cuenta de la dimensión de lo que sientes hasta momentos como estos”.
Las voluntarias le preguntan que tal está la niña y Mónica describe los meses de malestar de Miriam, la quimioterapia, “hay días que vomita, otros que tiene unos terribles dolores de cabeza, a veces está mejor y hasta juega… toda la familia está volcada, su hermano viene a veces a darle la cena y ella disfruta mucho, aunque llora bastante cuando ve que se tiene que marchar, ahora está ahí dentro su madrina dándole la merienda”.
Interrumpe su discurso y tras dejar la mirada en el infinito por unos instantes, se dirige de nuevo a las voluntarias y les insiste en que no entiende que sentido tiene que vean a su hija tres desconocidas, “es una niña de seis años que está todo el día rodeada de médicos y enfermeras, de desconocidos, y algunos familiares tienen que verla a través de unas ventanillas de la pared y no sé qué gana ella viendo la cara de tres personas asomadas por esas ventanillas, personas ajenas a su ámbito habitual”.
Muchas son las asociaciones que han llegado hasta ella y que les han ofrecido su tiempo. Mónica sólo busca la intimidad, sólo quiere que Miriam no sienta más extraños a su alrededor de los que ya tiene desde hace siete meses. Sigue frotando sus ojos como si no detuviesen el llanto, pero ya no le quedan lágrimas. Mónica alza la mirada y se levanta precipitadamente, acaba de ver a Isabel, la enfermera, que le hace una discreta seña, “mi hija me reclama, gracias de todas formas”. Las voluntarias se despiden y emprenden camino a otra planta.
En el hospital Ramón y Cajal unas once asociaciones y ONGs realizan una labor de apoyo al enfermo y sus acompañantes. Voluntarios que ofrecen su tiempo con talleres, actividades y compañía para mejorar la calidad de la estancia de todos ellos.
Mónica está en la planta undécima, la de trasplantes. Una sala aséptica a la que hay que pasar con los pies cubiertos por unos patucos que en la puerta de entrada se toman de una cubeta. Todo está mecanizado allí, las paredes blancas inmaculadas, el suelo impecable y a la derecha de una sala de recepción una puerta de acero con ventanillas. Mónica la abre y sale de allí con mascarilla. Isabel, la enfermera le acaba de comunicar que han llegado tres voluntarias de una asociación que ofrece compañía en su estancia y que vienen a ver a Miriam, su hija.
La mascarilla que cubre su cara centra la vista en su mirada perdida. Mónica está agotada, se retira la mascarilla, las mira fijamente. “Venimos a ver a tu hija y charlar con ella y contigo”. Mónica las mira con lo ojos muy abiertos, “pero si yo no pedí esta asistencia, no entiendo porqué tenéis que ver a mi hija… está en una sala aislada esperando que la llamen en esta semana para un trasplante de leucemia”. Tres chicas de unos treinta años le sonríen y la miran con ternura. Con sus bolsos al hombro parecen que acaban de salir de sus trabajos.
Ellas le cuentan que su labor es ver a su hija, acompañarlas, charlar con ellas, pero que no es obligatorio, tan sólo lo que ella considere. “Pero es que no entiendo qué sentido tiene que tres desconocidas como vosotras entren a ver a mi hija, una niña de seis años que está en la cama rodeada de tubos, en una sala aislada a la que hay que pasar con mascarilla y a la que ni siquiera dejan pasar a su padre cuando viene en horas fuera de visita”. Mientras les comenta esto las hace pasar a una salita contigua, las invita a sentarse y dirigiéndose a las tres les pregunta: “Y, ¿quién os ha dado el nombre de mi hija?”.
Las voluntarias le explican que son registros internos que no hay ningún tablón con nombres. “Es que me resulta muy extraño que desde que estamos aquí en el hospital se nos han acercado varias asociaciones, entre ellas la asociación contra el Cáncer y no sé cómo han tenido conocimiento de mi hija. Venían miembros de la asociación que en su familia ha habido casos de cáncer y me lo contaban con esperanza y ofreciéndome consuelo; yo ya estoy viviéndolo de cerca y aunque agradezco la intención, sólo busco poder estar con buena cara para mi hija y no llorar con ella y sonreírle lo más posible”.
Las voluntarias la escuchan, tratan de darle consuelo, pero no saben muy bien cómo, le preguntan que cómo se encuentra ella. Mónica se frota los ojos como buscando unas lágrimas que ya están secas. “Estoy esperanzada y al tiempo veo que apenas puedo hacer nada, tan sólo darle mi amor, mucho amor, no sé de medicina y es lo único que puedo darle a mi hija mi amor”.
Les cuenta que están en el hospital desde enero, con muchas idas y venidas, hasta que concretaron que lo que padece Miriam es leucemia y que necesita un trasplante de médula, “hasta hace muy poco no pude decir –mi hija tiene cáncer”. De nuevo se frota sus secos ojos. “He tenido que atender a algunas asociaciones que venían a ofrecer su ayuda, pero yo no quiero que mi hija vea tantos extraños, incluso hemos dicho a los amigos y a algunos familiares que por favor no vengan al hospital”. Se detiene y tras inspirar continúa: “yo soy hija única y mis padres siempre han estado ahí, yo siempre supe que los quería, lo que no sabía hasta ahora es cuanto, lo mismo me ha pasado con mis hijos, tengo a Miriam y un niño, mayor que ella, y aunque sabes lo que los quieres no te das cuenta de la dimensión de lo que sientes hasta momentos como estos”.
Las voluntarias le preguntan que tal está la niña y Mónica describe los meses de malestar de Miriam, la quimioterapia, “hay días que vomita, otros que tiene unos terribles dolores de cabeza, a veces está mejor y hasta juega… toda la familia está volcada, su hermano viene a veces a darle la cena y ella disfruta mucho, aunque llora bastante cuando ve que se tiene que marchar, ahora está ahí dentro su madrina dándole la merienda”.
Interrumpe su discurso y tras dejar la mirada en el infinito por unos instantes, se dirige de nuevo a las voluntarias y les insiste en que no entiende que sentido tiene que vean a su hija tres desconocidas, “es una niña de seis años que está todo el día rodeada de médicos y enfermeras, de desconocidos, y algunos familiares tienen que verla a través de unas ventanillas de la pared y no sé qué gana ella viendo la cara de tres personas asomadas por esas ventanillas, personas ajenas a su ámbito habitual”.
Muchas son las asociaciones que han llegado hasta ella y que les han ofrecido su tiempo. Mónica sólo busca la intimidad, sólo quiere que Miriam no sienta más extraños a su alrededor de los que ya tiene desde hace siete meses. Sigue frotando sus ojos como si no detuviesen el llanto, pero ya no le quedan lágrimas. Mónica alza la mirada y se levanta precipitadamente, acaba de ver a Isabel, la enfermera, que le hace una discreta seña, “mi hija me reclama, gracias de todas formas”. Las voluntarias se despiden y emprenden camino a otra planta.
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